jueves, 3 de abril de 2008

Recortes




Ella está tendida boca arriba, en ropa interior, sobre la cama. Tiene los músculos tensos por el esfuerzo de estar estirada. Las muñecas las tiene ceñidas fuertemente a los barrotes del respaldo. Le aprietan demasiado. Tal vez le quede alguna marca, se distrae. Pero no quiere pensar en nada.
Se concentra nuevamente en él, que recorre con impaciencia el departamento. Busca algo. A pesar de que ella tiene los ojos vendados le parece verlo. Escucha sus pasos que se acercan, su respiración excitada por la búsqueda o por la situación y el olor de su piel sudada. No es verano, pero hace calor.
Él se acerca y apoya su mano fuerte sobre el muslo de ella, le baja la pierna un poco bruscamente, se la acomoda tal cual habían acordado: estirada. Las dos piernas deben estar estiradas, como si estuvieran también atadas a los extremos del pie de la cama. Luego él apoya sus pesadas rodillas sobre el colchón. Ella siente la presión que hace sobre la goma espuma. Siente su respiración cada vez más cerca. Él le aproxima su aliento a la cara, a la boca, empieza a soplarle los labios.
Ella siente su aliento tibio y alcohólico y se emborracha también. Él recorre la comisura de sus labios con la punta de la lengua, empieza por los bordes, entra un poco en la boca. Ella no puede resistir la tentación de besarlo, él se aleja y le susurra silencio. Ella entiende. Él recomienza: la comisura, un poco en la boca, el labio inferior ida y vuelta, el superior. Baja por la mejilla, lamiéndola, por el cuello. Ella se mueve, él vuelve a amonestarla. Ella trata de disminuir hasta su respiración, aunque sus latidos son intensísimos. Él le sopla aire sobre el camino de saliva, ella se contrae. Siente, entonces, sobre su oreja libre el ruido de una tijera que se abre y se cierra, ese chasquido…
Luego el frío del metal que recorre el borde de su corpiño, que se cuela entre la piel y la tela. Sabe que tiene que dominar el ritmo de sus palpitaciones porque, si la delatan, se acabará el juego.
La tijera recorre ahora su frente, la nariz, la boca, el mentón y baja por el cuello hasta la mitad del pecho. Corta la tela y el corpiño, inútil para siempre, libera su carga.
El instrumento, incansable, recorre ahora la nueva superficie, los pezones se erizan. Él se acomoda diferente. Ella sabe que está buscando un hueco en el respaldo y tanteando el libro buscado. Él, con su mano experta, abre en la página marcada, el señalador cae sobre los pechos de ella.
Él comienza a leerle pausadamente, mientras la tijera se cuela por debajo de la bombacha. El metal se siente frío sobre su ingle, siente parte del peso de él sobre su brazo estirado, pero sabe que debe callar. El chasquido indica que se va a rasgar la textura de la tela, el texto empieza a envolverla y ella no sabrá nunca cómo acaba.




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