domingo, 13 de julio de 2008

De paseo



Cierro los ojos y cuando los abro estoy sola, en penumbras, en una especie de pasillo estepario, relaciono.
- Mi vida –digo, tal vez.
Y veo. Veo un cartel encima de una puerta carcomida por el tiempo y la humedad. Leo el cartel. El cartel dice: “Infancia” y me doy vuelta. No quiero mirarlo. Me duele. Me atrae y me repele a la vez. Me duele.
Esta noche inventada también me duele. Más.
“Infancia”. Qué cartel inoportuno, con olor a tostadas de abuela, a miedo al ojotazo con la adidas azul de goma gruesa, con gusto salado de la lagrima atravesada en la garganta, que pica, pica mucho y no baja y una ya no se acuerda por qué llora para adentro porque lo único que quiere es que baje eso para que no duela más todo el dolor de la infancia concentrado en algo que hay que tragar, y no baja.
Ese cartel no. Esa puerta, menos.
Hay otra puerta con un número y la palabra “años”. Ésa tampoco. Debe ser muy acuosa. ¿Cuánta agua se juntará de un llanto que dura un año? Debe ser un cuarto amniótico, inundado.
Hay otras puertas. Con carteles raros. Distintos tipos de amor. Amores en minúscula. Amores mejores y peores, tenaces y leves.
Se perciben, lejos, otras puertas. Algunas con carteles en blanco. Otras, con carteles borroneados.
Imagino un ser parecido a un ángel, sin alas, colocando una puerta, lijándola, pintándola. Le coloca encima un cartel con letras doradas. No puedo ver lo que dice. No puedo ver más.
La luz me ciega y estoy en mi cuarto. Sola. El sol me entibia la espalda. El sol. La almohada olvida mis secretos.
Afuera está lindo.


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