jueves, 24 de julio de 2008

Como una reina


Siempre el diablo mete la cola, murmura, para consolarla, la vieja que está sentada a su lado en la rota butaca del tren. Pero siempre me la mete a mí, piensa ella que acaba de cortar una conversación telefónica con su jefa, apenas audible por el traqueteo del viaje.
¡Mierda!, dice para sí, y una puntada de dolor en la sien le hace recordar, por si hiciera falta, que no puede soportar a su jefa. Verla, cruzarla por un pasillo, ya la pone en tensión y, últimamente, se le sumaron las puntadas en la sien. Siente hacia ella un rechazo instintual, corporal.
Debería dejar este trabajo, piensa. También piensa que debería tener para eso otro respaldo económico, una casa propia, ideas más claras acerca de su futuro, sentimientos más puros acerca de su pasado…
Pero no puede pensar más, la puntada se repite más intensa. Cierra los ojos.
- El diablo siempre mete la cola, m´hijita –dice la vieja mientras se apoya en los hombros de ella para incorporarse con dificultad de su asiento. Mientras se dirige hacia la puerta del vagón de ese tren que se acerca a la próxima estación, sus bolsas se abren camino golpeando todo lo que se interpone en su paso.
Vieja de mierda que me golpeó, piensa ella irritada pero se arrepiente al instante y casi se ríe de su intolerancia. En realidad, odia viajar en tren.

Maga tengo que ser para sobrevivir, retoma el hilo de su pensamiento. La idea de acercarse a su trabajo le genera más y más tensión, aunque también cierta resignación in crescendo.
Abre los ojos y observa como tantos días a sus compañeros de ruta: hombres y mujeres vencidos por la vida, cansados, ya ni tristes, ausentes de sus cuerpos y de sus contingencias diarias o absorbidos por éstas.
Yo no estoy tan mal después de todo, se dice a si misma desarrugando el ceño. Todavía tiene ideales deseos, broncas y rebeldías…
Su idealismo es como la esperanza en la caja de Pandora, no se sabe si es un mal o un bien, pero por lo menos le permite cada día abrir los ojos y mirar por la ventana de ese tren desvencijado camino a Constitución.
Dos estaciones más y llegará a la atestada terminal, fin de la primera parte de su viaje diario al centro de la ciudad.
Comienza a arreglarse el flequillo, se retoca los labios ya que luego del llamado se comió frenéticamente parte de la pintura, se alisa con las manos la camisa y se prepara para bajar del tren, toda una odisea a esa hora de la mañana.
Ahora me cruzo con mi príncipe azul, piensa mientras se incorpora de su asiento. En eso, se le cae al suelo el celular que intentaba guardar en su cartera. Entonces ve una espalda flexionada de un hombre que gentilmente le está buscando su celular y ve la mano amable que se lo alcanza. Una mirada le basta para saber que no es su Adonis…
- Gracias, muy amable –le dice y baja del tren como una reina.


Copyright©2008

domingo, 20 de julio de 2008

Cultivo una rosa blanca, de José Martí








Cultivo una rosa blanca


en julio como en enero


para el amigo sincero


que me da su mano franca




Y para el cruel que me arranca


el corazón con que vivo


cardo ni ortiga cultivo


cultivo una rosa blanca


José Martí

Hoy, en Argentina, se celebra el Día del Amigo. Y me acordé de este amado poeta que, la verdad, tenía un poco olvidado. Y se los quiero dedicar a todos mis amigos, de los cuales estoy orgullosa!

domingo, 13 de julio de 2008

De paseo



Cierro los ojos y cuando los abro estoy sola, en penumbras, en una especie de pasillo estepario, relaciono.
- Mi vida –digo, tal vez.
Y veo. Veo un cartel encima de una puerta carcomida por el tiempo y la humedad. Leo el cartel. El cartel dice: “Infancia” y me doy vuelta. No quiero mirarlo. Me duele. Me atrae y me repele a la vez. Me duele.
Esta noche inventada también me duele. Más.
“Infancia”. Qué cartel inoportuno, con olor a tostadas de abuela, a miedo al ojotazo con la adidas azul de goma gruesa, con gusto salado de la lagrima atravesada en la garganta, que pica, pica mucho y no baja y una ya no se acuerda por qué llora para adentro porque lo único que quiere es que baje eso para que no duela más todo el dolor de la infancia concentrado en algo que hay que tragar, y no baja.
Ese cartel no. Esa puerta, menos.
Hay otra puerta con un número y la palabra “años”. Ésa tampoco. Debe ser muy acuosa. ¿Cuánta agua se juntará de un llanto que dura un año? Debe ser un cuarto amniótico, inundado.
Hay otras puertas. Con carteles raros. Distintos tipos de amor. Amores en minúscula. Amores mejores y peores, tenaces y leves.
Se perciben, lejos, otras puertas. Algunas con carteles en blanco. Otras, con carteles borroneados.
Imagino un ser parecido a un ángel, sin alas, colocando una puerta, lijándola, pintándola. Le coloca encima un cartel con letras doradas. No puedo ver lo que dice. No puedo ver más.
La luz me ciega y estoy en mi cuarto. Sola. El sol me entibia la espalda. El sol. La almohada olvida mis secretos.
Afuera está lindo.


Copyright 2008

viernes, 4 de julio de 2008

Cuadro despintado


A veces cuando vemos un cuadro vemos sólo eso. Una tela o cartón enmarcado con una imagen dibujada o pintada de un barco a orillas de un río.
Pero a veces cuando vemos un cuadro de un barco vemos al abuelo que trabajaba de estibador en el puerto y volvía cansado a la noche a casa a darse un largo baño y a ponerse una camiseta blanca, muy blanca para blanquearse la mugre de tanta bolsa cargada y nos acordamos de las uñas impecables que se hacía arreglar por la manicura y del día en que con sus dos manos poderosas alzó a la nieta a babucha por la calle Florida a la salida de un espectáculo deportivo en el Luna Park y nos imaginamos o añoramos la emoción de la niña que por primera vez veía todo desde arriba, desde la altura de un gigante que le ofrece un mundo pequeño, conquistable.
Y recordamos a los chicos pequeños que nos hacen enojar y están bajo nuestra responsabilidad y que preferimos saltar enloquecidamente para descargar la bronca que nos generan con sus berrinches antes que descargar nuestra furia contra sus cabezas, los rostros que se apiñaban en torno al hueco de la cueva de los zorrinos recién nacidos que emanaban un olor sulfuroso sólo soportable por la curiosidad de ver esos cachorros peludos, tan peludos como la estola de zorro que la mamá guardaba celosamente en el placard y que la niña, otra vez la niña, robaba de tarde en tarde para disfrazarse de mujer y modelar ante un espejo mudo que la devolvía señorita y coqueta y los dedos juguetones se deshacían acariciando el pelo grisáceo de esa estola que se hizo más oscuro y menos tupido en el pecho del primer hombre, hombre niño que tuvo a la niña mujer entre sus brazos y los dedos que luego, altaneros, se entrelazaron en la mano del hombre hombre de pelo negro y canoso de pecho cobarde que no se animó a amarla porque sabía que si lo hacía no se podría ir jamás de su lado.
Porque a veces queremos evitar sentir frente a un cuadro de un barco las ganas locas de zarpar, de huir del paraíso que no se puede tener.
Copyright 2004
La imagen que acompaña es de Claude Monet