
Yo crecí en un Infierno. El infierno que cocinaron mis padres, que habían edificado mis abuelos, que planearon mis bisabuelos, que ideó el primer hombre que habrá sido el más inteligente o el más necio, ya no importa.
En ese infierno se podía reír hasta que se te salían los ojos de las órbitas, llorar pero a escondidas, suicidarse pero con sufrimiento y resurrección. Allí era obligatorio ser feliz bajo pena de angustia sino se lo era, había que trabajar sólo ocho horas pero sentir el cansancio de veinticuatro. Se debía elegir entre querer a una flor o a un perrito, pero dicha elección implicaba el desmembramiento del rechazado, optar entre el amor y el dinero, sabiendo que lo elegido no sería suficiente sin la ayuda de lo otro, igual elección e insuficiencia entre la salud y la vida eterna.
Todo esto lo comprendí después de muerta, es decir desde la vasija o lo que es lo mismo: desde el deseo inalcanzable de llegar al último grano de arena
En ese infierno se podía reír hasta que se te salían los ojos de las órbitas, llorar pero a escondidas, suicidarse pero con sufrimiento y resurrección. Allí era obligatorio ser feliz bajo pena de angustia sino se lo era, había que trabajar sólo ocho horas pero sentir el cansancio de veinticuatro. Se debía elegir entre querer a una flor o a un perrito, pero dicha elección implicaba el desmembramiento del rechazado, optar entre el amor y el dinero, sabiendo que lo elegido no sería suficiente sin la ayuda de lo otro, igual elección e insuficiencia entre la salud y la vida eterna.
Todo esto lo comprendí después de muerta, es decir desde la vasija o lo que es lo mismo: desde el deseo inalcanzable de llegar al último grano de arena
Sibila de Cumas
Copyright 2004 Verónica Rodriguez