domingo, 9 de noviembre de 2008

Maldiciones benditas II


Yo crecí en un Infierno. El infierno que cocinaron mis padres, que habían edificado mis abuelos, que planearon mis bisabuelos, que ideó el primer hombre que habrá sido el más inteligente o el más necio, ya no importa.
En ese infierno se podía reír hasta que se te salían los ojos de las órbitas, llorar pero a escondidas, suicidarse pero con sufrimiento y resurrección. Allí era obligatorio ser feliz bajo pena de angustia sino se lo era, había que trabajar sólo ocho horas pero sentir el cansancio de veinticuatro. Se debía elegir entre querer a una flor o a un perrito, pero dicha elección implicaba el desmembramiento del rechazado, optar entre el amor y el dinero, sabiendo que lo elegido no sería suficiente sin la ayuda de lo otro, igual elección e insuficiencia entre la salud y la vida eterna.

Todo esto lo comprendí después de muerta, es decir desde la vasija o lo que es lo mismo: desde el deseo inalcanzable de llegar al último grano de arena

Sibila de Cumas


Copyright 2004 Verónica Rodriguez